Citadel (2012) y algunos apuntes sobre el horror social.

Hordas de zombies avanzando irreflexivamente en busca de alimento; fantasmas orientales mojados en aguas sucias y en busca de vengar ultrajes del pasado; el mameluco azul de Michael Myers; el suéter sucio, ajado, inadecuado de Freddy Krueger. Lejos estoy de ser el primero en percibir allí los signos de una clase.

En efecto, varios de estos (y otros) personajes admiten distintos niveles de lectura. El asesino de la máscara blanca – un lienzo diáfano, un espacio a llenar con la proyección de todos nuestros miedos – es imparable y siempre vuelve, no importa cuántas veces se crea matarlo. Es un mal absoluto, pero también exhibe rasgos que lo asimilan a un estrato social e histórico bien determinado, que siempre es “asesinado” y que siempre se reproduce (su reproducción es tan necesaria y cíclica como su muerte). Si el vampiro Drácula es un aristócrata decadente que se niega a morir y ansía la sangre del agente inmobiliario Jonathan Harker (que a su vez ansía la comisión que cobrará por venderle a Drácula), los zombies proletarios están vacíos de todo nombre o sustancia y su peligrosidad reside en que ya no son más que su hambre. De hecho, ya no saben lo que son ni si son algo; se reducen al vagar de un cuerpo movido por una pulsión exclusiva e irrefrenable.

También en casos como el de la familia que consigue alquilar una casa embrujada a bajo precio y termina pagando su ahorro en cuotas crecientes de miedo y desesperación, el dinero y su principal consecuencia, la desigualdad social, son el germen y la justificación del horror, aunque la clase media muchas veces sale airosa. No sucede lo mismo con los que son indeseables, por ejemplo, debido a trastornos mentales. En The Ring, Samara Morgan emerge del pozo de aguas sucias al que la han confinado cuando las paredes de un hospital psiquiátrico no pudieron hacerla lo suficientemente invisible para sus padres. Traspasa la pantalla de la televisión y ataca en la sala de estar, en el lugar donde el ciudadano de clase media se siente más cómodo e invulnerable;  donde se indigna con las trágicas noticias y luego las olvida al instante cuando cambia de canal para deleitarse con una sitcom. Samara es su odio, su resentimiento  y sus harapos. No hay manera de negociar con ella, ni servirá esta vez recurrir al control remoto.

Hace un tiempo vi la película irlandesa Citadel (2012). La esposa del protagonista sufre, durante los primeros minutos de la narración, un  brutal ataque por parte de unos menores encapuchados. Él debe quedarse con su hijo pequeño y cargar con su miedo a la vida, ya que el hecho le produce agorafobia. Conoce a una enfermera que quiere ayudarlo y a un cura que no sólo ha perdido la fe en Dios sino que, expandiendo y alejándose del cliché, no tiene tampoco ninguna fe para con el hombre y sólo cree en la violencia como medio para solucionar algunos problemas. En este caso, el problema son esos chicos, que poco a poco se revelan como algo diferente a chicos (la película juega con el folklore fantástico de su país). Son figuras nocturnas que deambulan por el edificio donde vivía el viudo antes de serlo. Los distingue la suciedad de su vestimenta y la podredumbre de su piel.

La metáfora Citadel es tan clara que da cierto pudor llamarla metáfora. ¿Cuál resulta ser el modo de combatir a esos “niños”?: ignorándolos, ya que es el miedo ajeno lo que los alimenta.

Cuando las diferencias en las condiciones materiales de vida, el modo de ver el mundo y la conservación de los cuerpos se vuelven infranqueables entre las personas y un grupo es marginado de una manera desmesurada, la  distancia se vuelve, digamos, metafísica. El otro deviene un alien nacido en nuestro mismo planeta.

Dicho de otro modo: cuando el cuerpo social expulsa a determinados miembros y los priva incluso de la más humillante de las condescendencias, cuando los ignora y los “reprime” de su vista, ellos retornan de su ostracismo en forma de síntoma, de cáncer, como agentes de la amenaza y el pánico. Se les ha dado fuerza quitándoles todo: son el mal en estado puro, porque así los consideramos y sólo les queda ese mal con que los investimos y que los constituye.

La familia, incluso la familia decadente de la actualidad, suele ser la célula social amenazada por los entes oscuros. En Citadel, no sólo matan a la esposa del protagonista sino que quieren robarle a su hijo. Poco importan la ideología y los aspectos particulares de esos ciudadanos específicos. Alguien tiene que pagar.

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