Algunos de los juicios, laudatorios u hostiles, de los antes nombrados y de muchos otros escritores de valía incluyen disecciones acerca de la obra del colega en cuestión, con el fin de justificar el veredicto. Otras veces se liquida al objeto en unas pocas líneas, cuando no con un mero adjetivo o epigrama injurioso. Este último método es, si no el más tradicional, de seguro el más disfrutable para nosotros, los lectores. Borges, entrevistado por Osvaldo Ferrari, habla sobre los insultos entre hombres de letras y, con un par de graciosos ejemplos, muestra que la afición del gremio por el escarnio (Walter Benjamin decía que sólo los intelectuales y las prostitutas dirimen sus diferencias en público) viene desde tiempos remotos, por no decir desde siempre:
Creo que la crítica adversa no tiene sentido; por ejemplo, Schopenhauer pensaba que Hegel era un impostor o un imbécil, o ambas cosas. Bueno, pues ahora los dos conviven pacíficamente en las historias de la filosofía alemana. Novalis pensaba que Goethe era un escritor superficial, meramente correcto, meramente elegante; comparaba las obras de Goethe con la mueblería inglesa… bueno, ahora Novalis y Goethe son dos clásicos. Esto quiere decir, que lo que se escribe en contra de alguien, no lo perjudica, y no sé si lo que se escribe a favor lo enaltece; pero yo, desde hace bastante tiempo, sólo escribo sobre lo que me gusta, ya que pienso que si algo no me gusta, es más bien debido a una incapacidad mía o a una torpeza mía, y no tengo por qué tratar de convencer a otros. (…) Me parece que escribir en contra no sirve para nada. Ahora, claro, si se escribe de un modo ingenioso, entonces la frase queda; por ejemplo, recuerdo aquella frase de Byron: Horacio había dicho que el buen Homero a veces duerme, está dormido, y, Byron agregó que Wordsworth a veces se despierta.
(Borges se da cuenta de que las disputas son en vano cuando ya está viejo y se peleó con medio mundo, de modo análogo a las estrellas de rock que, al mejor estilo San Agustín, se suben al tren de la “espiritualidad” – ya no cristiana, sino más bien new age – cuando el organismo está hastiado de goce y herido por la acumulación de excesos).
Esta arbitrariedad, real o aparente, de los escritores de ficción en su reparto de méritos y deméritos genera tensión entre la crítica académica del siglo XX y este otro tipo de crítica, la crítica de un autor a otro. Digo “real o aparente” porque el escritor, como decíamos antes, puede no sentir la obligación de explayarse acerca de sus motivos, aunque los haya razonado en su intimidad, o puede que su intención sólo sea, de modo más prosaico, lanzar una chicana a un colega que no le cae bien o al que considera, en secreto, demasiado talentoso y a la vez con aspiraciones similares a las propias, combinación de circunstancias que siempre representa un peligro. Es claro que el crítico ortodoxo no puede darse el lujo de la diatriba más o menos espontánea (salvo que sea, pongamos, Harold Bloom, que de todos modos fundamenta sus boutades en gruesos volúmenes) y que las expresiones “Me gusta” y “No me gusta” están prohibidas en ese ámbito. En todo caso, el crítico de la academia debe hacer visibles sus criterios, además del aparato teórico en el que se amparan, antes de discriminar entre unos y otros textos, y siempre de modo velado, podríamos decir que eufemístico; vale decir, como corolario de su análisis, jamás de su gusto.
Ilustra bien esta tensión entre los críticos de la academia y los escritores que hacen crítica el símil al que recurre Roman Jakobson – con el mismo económico ingenio que ostentan los mejores ataques entre escritores – para oponerse a que Nabokov (a quien respetaba como artista) diera clases en Harvard: «Es como invitar a un elefante para ser profesor de zoología».
Pero aparte de abocarse a defender su trinchera en el campo cultural, no es ningún descubrimiento que los críticos tienen sus propios gustos, en última instancia tan subjetivos como los de cualquiera, lo que no quiere decir que valgan lo mismo que los de cualquiera, así como mi opinión sobre la calidad de mis dientes no vale igual que la de mi dentista, que se preparó durante años para conocer su objeto de estudio, la dentadura. Se supone una diferencia de fundamentación y background teórico entre un crítico y un lector común, la misma que hay entre un profesional y un amateur en cualquier otra disciplina. El problema es que un escritor, en especial si es muy reconocido por la crítica misma, no es un lector común, y el epigrama de Jakobson, por más contundente que parezca en un principio, vacila hoy en su alcance. De hecho, en la actualidad hay elefantes que estudian zoología y se dedican a ella. Quiero decir: hay escritores que alternan textos de ficción con ensayos que observan el rigor académico.
Y a todo esto: ¿qué pasa con el lector “común” y asiduo, el que quizá escriba en los márgenes de los libros, en un blog como éste o en ninguna parte pero que, no obstante, tiene un criterio propio? No nos referimos a quien se desespera por conseguir el último de Dan Brown o las próximas cincuenta sombras de lo que sea, está claro. Ese tipo de personas pueden coincidir con las que sueltan (en Argentina) lugares comunes como el que mencionábamos sobre “abrir la mente”, o su variante “abrir la cabeza”. “Viajar te abre la cabeza”, dicen, y es lícito preguntar: ¿Cualquier viaje? ¿Es lo mismo Miami, París, La India o Berazategui? La misma promiscuidad encierra otra aseveración común: “Leer te abre la cabeza”. ¿Leer cualquier cosa? Bueno, acepto que es una burla fácil. Podemos justificar estas frases por la necesaria tendencia a la elipsis de todo enunciado, al fin y al cabo, si tuvieran que explicitarse todos los presupuestos de un intercambio discursivo la comunicación sería imposible, y probablemente el interlocutor entenderá, en este caso, que viajar significa viajar a lugares remotos y entrar en contacto con culturas distantes, no tomar un colectivo, y – esto ya es más dudoso – que leer es leer buenos libros, o al menos leer libros.
Para elegir hay que conocer, por lo que el contacto con muchas obras, buenas y también malas, y diferentes entre sí es indispensable para formar un escritor. Esta afirmación es tan obvia que da vergüenza hacerla. No obstante, los extraordinarios autores que nombramos aquí, una vez que han tomado partido por un modo de hacer literatura, podrían considerarse como personas “de mente cerrada”, y claro, quién de nosotros no quisiera ser capaz de construir algo equivalente, en el campo cultural o en cualquier otro, a esas jaulas de oro que son las obras de Borges, Saer, Nabokov y sus pares en calidad literaria. Quizá los meros lectores tengamos la ventaja de poder chapotear en varias estéticas, incluso teniendo nuestra favorita (nuestros autores favoritos). Los grandes escritores, en cambio, parecen haber llegado a componer la obra que les mereció ese epíteto merced a los mismos atributos paradójicos que conviven en Moisés camino a La Tierra Prometida: la visión abarcadora del profeta que es, al mismo tiempo, la visión estrecha, inconmovible del fanático.