Talibanismo literario (segunda y última parte): Oficio y academia; el lector; sobre un cliché.

Algunos de los juicios, laudatorios u hostiles, de los antes nombrados y de muchos otros escritores de valía incluyen disecciones acerca de la obra del colega en cuestión, con el fin de justificar el veredicto. Otras veces se liquida al objeto en unas pocas líneas, cuando no con un mero adjetivo o epigrama injurioso. Este último método es, si no el más tradicional, de seguro el más disfrutable para nosotros, los lectores.  Borges, entrevistado por Osvaldo Ferrari, habla sobre los insultos entre hombres de letras y, con un par de graciosos ejemplos, muestra que la afición del gremio por el escarnio (Walter Benjamin decía que sólo los intelectuales y las prostitutas  dirimen sus diferencias en público) viene desde tiempos remotos, por no decir desde siempre:

Creo que la crítica adversa no tiene sentido; por ejemplo, Schopenhauer pensaba que Hegel era un impostor o un imbécil, o ambas cosas. Bueno, pues ahora los dos conviven pacíficamente en las historias de la filosofía alemana. Novalis pensaba que Goethe era un escritor superficial, meramente correcto, meramente elegante; comparaba las obras de Goethe con la mueblería inglesa… bueno, ahora Novalis y Goethe son dos clásicos. Esto quiere decir, que lo que se escribe en contra de alguien, no lo perjudica, y no sé si lo que se escribe a favor lo enaltece; pero yo, desde hace bastante tiempo, sólo escribo sobre lo que me gusta, ya que pienso que si algo no me gusta, es más bien debido a una incapacidad mía o a una torpeza mía, y no tengo por qué tratar de convencer a otros. (…) Me parece que escribir en contra no sirve para nada. Ahora, claro, si se escribe de un modo ingenioso, entonces la frase queda; por ejemplo, recuerdo aquella frase de Byron: Horacio había dicho que el buen Homero a veces duerme, está dormido, y, Byron agregó que Wordsworth a veces se despierta.

(Borges se da cuenta de que las disputas son en vano cuando ya está viejo y se peleó con medio mundo, de modo análogo a las estrellas de rock que, al mejor estilo San Agustín, se suben al tren de la “espiritualidad”  – ya no cristiana, sino más bien new age – cuando el organismo está hastiado de goce y herido por la acumulación de excesos).

El "estentóreo" Harold Bloom.

El «estentóreo» Harold Bloom.

Esta arbitrariedad, real o aparente, de los escritores de ficción en su reparto de méritos y deméritos genera tensión entre la crítica académica del siglo XX y este otro tipo de crítica, la crítica  de un autor a otro. Digo “real o aparente” porque el escritor, como decíamos antes, puede no sentir la obligación de explayarse acerca de sus motivos, aunque los haya razonado en su intimidad, o puede que su intención sólo sea, de modo más prosaico, lanzar una chicana a un colega que no le cae bien o al que considera, en secreto, demasiado talentoso y a la vez con aspiraciones similares a las propias, combinación de circunstancias que siempre representa un peligro. Es claro que el crítico ortodoxo no puede darse el lujo de la diatriba más o menos espontánea (salvo que sea, pongamos, Harold Bloom, que de todos modos fundamenta sus boutades en gruesos volúmenes) y que las expresiones “Me gusta” y “No me gusta” están prohibidas en ese ámbito. En todo caso, el crítico de la academia debe hacer visibles sus criterios, además del aparato teórico en el que se amparan, antes de discriminar entre unos y otros textos, y siempre de modo velado, podríamos decir que eufemístico; vale decir, como corolario de su análisis, jamás de su gusto.

Roman Jakobson, una de las figuras fundamentales del formalismo ruso.

Roman Jakobson, una de las figuras fundamentales del formalismo ruso.

Ilustra bien esta tensión entre los críticos de la academia y los escritores que hacen crítica el símil al que recurre Roman Jakobson – con el mismo económico ingenio que ostentan los mejores ataques entre escritores – para oponerse a que Nabokov (a quien respetaba como artista) diera clases en Harvard: «Es como invitar a un elefante para ser profesor de zoología».

Pero aparte de abocarse a defender su trinchera en el campo cultural, no es ningún descubrimiento que los críticos tienen sus propios gustos, en última instancia tan subjetivos como los de cualquiera, lo que no quiere decir que valgan lo mismo que los de cualquiera, así como mi opinión sobre la calidad de mis dientes no vale igual que la de mi dentista, que se preparó durante años para conocer su objeto de estudio, la dentadura. Se supone una diferencia de fundamentación y background teórico entre un crítico y un lector común, la misma que hay entre un profesional y un amateur en cualquier otra disciplina. El problema es que un escritor, en especial si es muy reconocido por la crítica misma, no es un lector común, y el epigrama de Jakobson, por más contundente que parezca en un principio, vacila hoy en su alcance. De hecho, en la actualidad hay elefantes que estudian zoología y se dedican a ella. Quiero decir: hay escritores que alternan textos de ficción con ensayos que observan el rigor académico.

Y a todo esto: ¿qué pasa con el lector “común” y asiduo, el que quizá escriba en los márgenes de los libros, en un blog como éste o en ninguna parte pero que, no obstante, tiene un criterio propio? No nos referimos a quien se desespera por conseguir el último de Dan Brown o las próximas cincuenta sombras de lo que sea, está claro. Ese tipo de personas pueden coincidir con las que sueltan (en Argentina) lugaUna biblioteca anónima invadida por un desodorante y la miniatura de una virgen,res comunes como el que mencionábamos sobre “abrir la mente”, o su variante “abrir la cabeza”. “Viajar te abre la cabeza”, dicen, y es lícito preguntar: ¿Cualquier viaje? ¿Es lo mismo Miami, París, La India o Berazategui? La misma promiscuidad encierra otra aseveración común: “Leer te abre la cabeza”. ¿Leer cualquier cosa? Bueno, acepto que es una burla fácil. Podemos justificar estas frases por la necesaria tendencia a la elipsis de todo enunciado, al fin y al cabo, si tuvieran que explicitarse todos los presupuestos de un intercambio discursivo la comunicación sería imposible, y probablemente el interlocutor entenderá, en este caso, que viajar significa viajar a lugares remotos y entrar en contacto con culturas distantes, no tomar un colectivo, y – esto ya es más dudoso – que leer es leer buenos libros, o al menos leer libros.

Para elegir hay que conocer, por lo que el contacto con muchas obras, buenas y también malas, y diferentes entre sí es indispensable para formar un escritor. Esta afirmación es tan obvia que da vergüenza hacerla. No obstante, los extraordinarios autores que nombramos aquí, una vez que han tomado partido por un modo de hacer literatura, podrían considerarse como personas “de mente cerrada”, y claro, quién de nosotros no quisiera ser capaz de construir algo equivalente, en el campo cultural o en cualquier otro, a esas jaulas de oro que son las obras de Borges, Saer, Nabokov y sus pares en calidad literaria. Quizá los meros lectores tengamos la ventaja de poder chapotear en varias estéticas, incluso teniendo nuestra favorita (nuestros autores favoritos). Los grandes escritores, en cambio, parecen haber llegado a componer la obra que les mereció ese epíteto merced a los mismos atributos paradójicos que conviven en Moisés camino a La Tierra Prometida: la visión abarcadora del profeta que es, al mismo tiempo, la visión estrecha, inconmovible del fanático.

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Talibanismo literario (primera parte): Todos contra (casi) todos

Juan José Saer era un militante de su estética, por no decir un fanático. En una de lasSaer 1 varias ocasiones en las que se rebajó a hablar de Paulo Coelho, lo hizo para recriminarle su declarada y equivalente admiración hacia Borges y Jorge Amado. Algo andaba mal allí, un escritor no podía deslumbrarse ante dos literaturas tan disímiles. Algo parecido comentó respecto a Mario Vargas Llosa y su culto de Flaubert. El santafesino no hallaba en la obra del peruano nada que lo acreditarse como epígono del sacerdote de Le Mot Juste, por lo que este culto no tenía sentido. “Las influencias hay que merecerlas”, es la frase de Saer que sintetiza su manera de pensar lo que se hace con lo que se lee, aunque todavía no nos alcanza para figurarnos lo inflexible de sus convicciones.

Es fama que Saer, como tantos otros en su momento, no supo leer bien a Manuel Puig. Alguna vez dijo que sabía como hablaban los personajes de Puig, pero no como escribía el autor. (Alan Pauls, mucho después, nota que este desdén es una descripción muy atinada del proyecto literario de Puig). Despreciaba, asimismo, a muchos de los que hoy son nuestros rigurosos contemporáneos. Aquí el fragmento de una entrevista en la que se refiere a la literatura anglosajona:

No veo ningún escritor norteamericano que reúna las condiciones de los escritores del pasado. Saul Bellow me parece simpático. A Philip Roth directamente no puedo leerlo. Tiene una prosa tan banal y tan dirigida a cierto público…. No sé. Lo que me pasa con esos escritores es que ya no me atrevo a leerlos. No he leído a Don DeLillo. No he leído a Martin Amis, tampoco. Sus declaraciones me parecen de una total banalidad.(1)

Da la sensación que lo que valora Saer es lo contrario a la “prosa banal”, a saber, la prosa en Saer La Mayorexperimentación, que indaga las posibilidades del lenguaje y se demora en testear qué tan elástica puede tornarse su estructura, qué cadencias, qué efectos de sentido pueden matizar la invención de su referente. De seguro se ubicaría a sí mismo al lado de Thomas Bernhard, como lo hacen varios críticos (por ejemplo, Beatriz Sarlo, que califica a su compatriota como un escritor “perfecto”). La repetición de ideas como martillazos o la descomposición obsesiva de un instante o de un gesto en instantes o gestos aún más minúsculos son algunos de los procedimientos que avalan la filiación. No es que Saer limite su beneplácito a los textos que incurren en estas prácticas específicas, pero sí parece despreciar la escritura que, por decirlo de algún modo, no llama nunca la atención sobre sí misma y, a la vez, sobre las cosas que nombra, vale decir, que no reflexiona – la reflexión está implícita en la forma misma -sobre el modo en que se forja esa relación entre “las palabras y las cosas”, que es de todo salvo “natural”, y especialmente sobre el tiempo del lenguaje y el tiempo de los actos a los que se aplica el lenguaje, y el efecto que provoca el grado de equilibrio entre ambos.

Puig pubis angelicalAutores como Borges o Piglia ponen en tensión las categorías de realidad y ficción (otro modo de pensar las palabras y las cosas), aunque en este caso no mediante artificios verbales (en el sentido más acotado del término) sino más bien a nivel estructural o jugando con la circulación de los textos, como comentábamos en la entrada precedente. Saer aprecia la obra de ambos, obra que también suscita la reflexión desde su construcción misma, más allá de lo que por comodidad llamaremos “el contenido”. Lo curioso es que la obra de Puig puede, y debe, incluirse dentro de este tipo de literatura cuyo arte poética, si se me permite decirlo así, está postulada en la relación que establece con la lengua que trabaja y el modo de disponer sus materiales, pero el rechazo tiene sentido si pensamos en el tipo de lengua y el tipo de material que Puig prefería ( boleros, tangos, folletines..) y la aversión que Saer sentía hacia la cultura de masas y hacia cualquier cosa que oliera a comercial, incluyendo la literatura de García Márquez y el boom latinoamericano (1).

Esa “cerrazón”, esa ceguera ante las virtudes no asimilables a su idea de lo que debe ser la literatura, recuerda un poco a la de Borges, que en ese sentido también era de todo salvo una persona “de mente abierta”, según lo que esa expresión común significa hoy en día: alguien que acepta cualquier manifestación estética o ideológica y considera que puede haber algo valioso en cualquiera de ellas, sea él capaz o no de apreciar ese valor. Borges, en cambio y como es bien sabido, desdeñaba por completo la novela psicológica y podríamos decir que la novela en general, más allá de su aprecio por virtudes aisladas de determinados novelistas. Para él, Joyce tenía una gran destreza verbal y nulas dotes para la narrativa; de Faulkner le gustaba todo salvo lo que le gustaba a todo el mundo: su uso del monólogo interior y la vaguedad de sus tramas, con todas las peripecias lingüísticas que implicaban estos afanes; el Kafka que menos suscitaba su aprecio era el de El Castillo o El proceso, prefería al de los relatos cortos y las parábolas. Podríamos seguir enumerando estas incongruencias respecto a lo que podríamos llamar “el sentido común literario”. Si para Borges había grandes escritores en la historia de la novela, lo eran a pesar de cultivar la novela. Tampoco se esforzó en comprender que el policial negro tenía unas intenciones diferentes al policial clásico; a él le gustaba la escuela de Poe y Chesterton, y se acabó: Hammet o Chandler no valían nada, sus novelas eran historias de sexo y violencia, en las que importaba poco el argumento.

En el fondo, tenía casi tanta razón como Saer sobre Puig (aunque el policial negro no fuera sólo eso). En ambos casos, la incapacidad para entender, a un autor o a un género, parece menos fruto de una limitación intelectual que de un completo desinterés a priori por un tipo de literatura incompatible con sus ideas preconcebidas. Quizá es mejor decir: se trata menos de falta de entendimiento que de un rechazo visceral.

Nabokov cuentos completos

Vladimir Nabokov, por su parte, fue un inmenso prosista que supo admirar y luego despreciar a Borges, aunque ese no es el tema a tratar aquí. Lo que no fue, sin dudas, es generoso con sus contemporáneos. En sus Lecciones de literatura Rusa, habla de los malos lectores y de los malos autores que esos lectores frecuentan:

Un (lector) filisteo no distingue un autor de otro; la verdad es que lee poco, y sólo aquello que le puede ser útil, pero puede pertenecer al “club del libro” y elegir libros bonitos, bonitos, una mescolanza de Simone de Beauvoir, Dostoievsky, Marquand, Somerset Maugham, El doctor Zivago

Y en una entrevista:

Y, por supuesto, Muerte en Venecia,(…) Bretch, Camus, Faulkner, muchos otros, no significan absolutamente nada para mí, y debo combatir una sospecha de conspiración contra mi cerebro cuando veo que críticos y colegas aceptan dócilmente como “gran literatura” las cópulas de Lady Chatterley o los sinsentidos pretenciosos del señor Pound, ese farsante total(2)

Una dosis brutal de iconoclastismo, que no escatima en nombres y apellidos (u obras de referencia, en el caso de Thomas Mann y D.H. Lawerence), concentrada en muy pocas líneas. El odio de Nabokov por la obra de Dostoievsky es legendario, en contraste con su aprecio por Tostoi (para él, primero entre los rusos), Gogol y Chéjov. La literatura española también se cruzó durante la balacera: al Quijote lo definió como “una enciclopedia de la crueldad”.

En cambio, Proust era un semidiós. Cerca estaban Dickens y Jane Austen (este nombre me sorprendió en su momento). Apreciaba a Kafka. También al Ulyses de Joyce, aunque Finnegans Wake mereció su hospitalario desprecio. Compartió con Borges la repugnancia por las teorías de Marx y Freud, y de haber vivido en Argentina habría opinado del peronismo lo mismo que de los comunistas que gobernaban su patria en aquel momento, es decir, también acordaría con Borges en ese punto.Nabokov lecciones

Claro que a Nabokov también le llegaban y llegarían dardos, uno del ya nombrado Juan José Saer, que así destroza “Opiniones contundentes”, una recopilación de reportajes al autor y algunos otros textos de su pluma:

El libro en cuestión consiste en una serie de reportajes, algunas cartas enviadas a los diarios, dos o tres vengativas críticas literarias, y tres o cuatro artículos sobre mariposas. La obra entera destila un inmenso amor por la única persona que el autor considera digna de respeto y veneración: Vladimir Nabokov. Naturalmente que se deshace en elogios por un puñadito de sus semejantes, pero es fácil entender que esas personas están sometidas a un régimen de reciprocidad rigurosa: son autores de críticas favorables, miembros de su familia, ciertos clásicos anexados a su universo literario, etc. (3)

1) Ver el ensayo «Una literatura sin atributos»

2) Citado en Dilon, Ariel: Vladimir Navokob y las lecciones de literatura; Campo de ideas; Madrid; 2005.

3) En el artículo Sobre un pavo real, del libro «Trabajos», una recopilación de textos aparecida poco después de la muerte de Saer. Cita extraída de http://asuntoliterario.blogspot.com.ar/2011/03/saer-postumo.html .

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De la estafa considerada como una de las bellas artes (Macedonio, Borges, Piglia)

“Un escritor sin obra”. Este es un ataque, o definición hostil, que he leído varias veces contra Ricardo Piglia, no tanto en la letra de personajes “oficiales” de la cultura como en algunos lugares de la red, espetado por lectores “comunes” (esa especie en extinción que lee sin ingenuidad, pero no pertenece a la academia).

En efecto, si uno mira en Wilkipedia la entrada que corresponde al autor, comprobará que sus primeros tres libros son de relatos y el segundo es una revisión, apenas ampliada, del primero. En total, quince cuentos. Luego, aparece Respiración Artificial. Nunca entendí el vínculo, que muchos comentan como si se tratara de algo evidente, entre esta novela y la dictadura militar, más allá de que R.A. puede ser “República Argentina”, tanto como puede ser “Roberto Arlt” o “Recemos Ahora” o “Ratas Almuerzan”, en fin, lo que a uno se le ocurra. Poco creativo, la leo como una novela sobre literatura, un ejercicio crítico inserto en un contexto de ficción, quizá para librarse de las trabas que supone adscribirse al campo de lo veraz, rasgo inherente a la crítica seria. Mediante el personaje de Renzi (y otros), Piglia puede hacer circular teorías extravagantes, que no por eso dejan de estar muy bien urdidas, o imaginar que la obra oscura y profética de Kafka  surge de un encuentro con Hitler. Este libro, casi exento de narración (en sentido clásico), funda su prestigio como novelista, comienza a consagrarlo como escritor y crítico. Mi tesis es: lo que le interesaba a Piglia era la crítica, pero no desde el lugar del académico, sino desde el lugar del escritor que, también, escribe crítica. Para eso, debía ungir su nombre con determinadas propiedades.

RA - Piglia

Por eso Respiración Artificial es un movimiento tan astuto. Configura su discurso crítico y, a la vez, el lugar desde el que ese discurso es enunciado, vale decir, quiere ser leído. Luego aparecen Prisión Perpetua y La ciudad Ausente, textos breves y “experimentales”, que requieren la complicidad de un lector competente. Cuentos Morales es una antología en la que regresan, otra vez y encendiendo todas las alarmas, piezas de los tres primeros libros. Hacemos cuentas y nos da que con dos libros de cuentos Piglia publica cuatro.

Plata Quemada, de 1997, es (según dicen, aquí me guío por reseñas, salvo R.A. y algún relato suelto, no he leído ficciones de Piglia) su primera novela en sentido clásico. Allí se narra una historia policial, y listo. En 2003 aparece un relato (ignoro si inédito) de título El Pianista, en la editorial Eloísa Cartonera. El escritor consagrado por la facultad de letras decide publicar en un lugar que hace de la marginación un culto. Hay que esperar hasta 2010 para leer Blanco Nocturno, sobre la guerra de Malvinas, y en 2013 Anagrama publica El camino de ida, otra novela policial. Mucho antes de estos años, Piglia contaba con un prestigio grande y con una obra (en cantidad) pequeña.

No me interesa aquí hablar de maniobras de mercado, que sí las hay y de sobra en el campo de la literatura, tan vil como cualquier otro (Piglia perdió un juicio vergonzoso con Gustavo Nielsen por un concurso de la editorial Planeta). Mucho menos escribir en contra de nadie. Más bien, creo que la carrera de Piglia es coherente con su estética. El autor de R.A. y muchísimos, excelentes, ensayos sobre literatura (véase, por ejemplo, El Último Lector) siempre vindicó la figura de Macedonio Fernández, ese gran escritor que no escribe (esa es la imagen que nos ha legado Borges, un genio en el arte de la injuria apologética). Museo de la novela eterna es una novela que no es una novela, como R.A. y otras de Piglia. Este texto de Macedonio se compone de prólogos, comentarios, bosquejos y “amagos” a escribir una novela que nunca aparece. Piglia es, de modo análogo, un gran escritor que nunca compone una obra de gran escritor; en cambio, nos ofrece ficciones que son comentarios sobre otras ficciones, tramas argumentativas que suplen tramas narrativas y fragmentos que formarían parte de un libro de crítica sistemático, copioso y conjetural – para usar una palabra de Borges. Es – y aquí no descubro nada – en esa tradición de Borges y Macedonio en la que Piglia se inscribe: obras menores, fragmentarias, compuestas por los libros que se han escrito pero justificadas, como diría también Borges, por esos libros que se insinúan pero nunca se realizan. Una estética de la falsa promesa (1), de la estafa, de la impostación y del tráfico, en el sentido delictivo de la palabra. Si los narcos rellenan, pongamos, ositos de peluche con cocaína para camuflar la mercancía con la que de verdad trabajan, estos tres criminales literarios hacen lo mismo: intercambio de géneros (recuérdese el El Acercamiento a Almotásim, que Borges publica primero como ensayo y luego como cuento)(2), deliberadas ambigüedades en el modo de disponer de la circulación de los textos (podríamos acusar a Piglia o Macedonio de “publicidad fraudulenta”, por vendernos como novelas textos que no son novelas, que ni siquiera pertenecen al género narrativo)(3), publicación de viejos textos modificados y otras prácticas afines. Lejos de la pomposa y al mismo tiempo noble (nada peor para una artista que ser noble) ingenuidad de Cortázar al proponer al lector diversos modos de leer su “antinovela” Rayuela, aquí se nos engaña sin aviso, única manera válida de pergeñar un engaño honesto.

La idea (no quiero escribir “el proyecto”, me parece una palabra demasiado honorable para hablar de algo tan divertido) es formar un lector corrupto, que sepa lo que los ositos de peluche contienen en realidad, y que lo consuma con fruición. Un adicto a la lectura desviada (Borges leyendo la filosofía como literatura fantástica) sobre la que tan bien se explayó el mismo Piglia y similar a lo que el borgeano Harold Bloom llama “mala lectura creativa” y Cortázar propuso con la figura del lector macho (olvidando que un lector macho jamás aceptaría órdenes directas de un escritor, ni siquiera la orden de ser libre).

Más allá de su reflexión crítica, el principal aporte de Piglia, o la mejor ficción de Piglia, es la construcción del lugar desde el que lee, en la medida en que es una construcción fraguada sobre desplazamientos y que se sostiene con trucos de tahúr. Como decíamos antes, Piglia se inventa como un hacedor de cuentos y novelas que discurre sobre sus pares, a los que admira; se corre de su destino de profesor que lee “desde afuera”, y con unos quince cuentos que le sirven para tres libros (luego para cuatro) y una novela que es, en realidad, su gran intervención desviada y (deliciosamente) fraudulenta en el campo de la crítica, usurpa una posición que no podría, quizá, haber ocupado de manera tradicional (lo natural hubiera sido: primero, componer una obra “importante” de ficción y luego, y durante, incurrir en la crítica, en parte para establecer filiaciones y justificar esa importancia). En suma, crea su identidad con un nombre falso, para usar el título de uno de sus libros de cuentos, pero que ahora es verdadero del modo paradójico en el que lo es siempre la ficción.

Hablando de títulos, el de esta entrada parafrasea uno de Thomas De Quincey, el ensayista inglés adicto al plagio. Piglia – como Borges, como Macedonio – es un escritor profundamente argentino.

(1) Piglia viene mencionando, hace años,  en textos y entrevistas, un voluminoso diario íntimo que lleva desde 1957  y que quisiera publicar algún día. Ahora parece que cumplió, o cumplió en parte.

(2) Alfonso Reyes dijo, con astucia y antes que muchos, que había que leer los ensayos de Borges como cuentos y los cuentos como ensayos.

(3) El juicio iría contra las editoriales, claro. De modo acorde a lo que comentamos, uno de los textos críticos más conocidos de Piglia es Crítica y Ficción, un compilado de entrevistas…

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El simpático y millonario King

Salvo un cuento cuyo nombre olvidé, pero que trataba sobre tigres y sucedía en un circo, nunca sentí estima por un solo fragmento de ficción escrito por Stephen King, lo que no impide que el tipo me caiga simpático (sé que, de todas formas, mi opinión está lejos de preocuparle). En «no ficción», ha escrito cosas como ésta, mucho más estimulantes que, pongamos, esos textos críticos que afirman (o insinúan) que César Aira es un genio posmoderno u otros dislates de ese tenor:

Según el título de un célebre manual de entrenamiento de perros, no hay perros malos, pero cuéntaselo al padre de un niño agredido por un pit bull o un rottweiler y seguro que te parte la cara. En el mismo sentido, y aunque tenga unas ganas infinitas de dar ánimos a cualquier persona que intente escribir en serio por primera vez, mentiría si dijera que no hay escritores malos. Lo siento, pero hay un montón. Algunos pertenecen a la plantilla del periódico local; son los que hacen las críticas de las obras de teatro en salas pequeñas, o los que pontifican sobre los equipos regionales. Otros se han comprado una casa en el Caribe con su pluma, dejando un reguero de adverbios palpitantes, personajes de cartón y viles construcciones en voz pasiva. Otros, en fin, se desgañifan en lecturas poéticas a micrófono abierto, con jersey de cuello alto y pantalones arrugados de corte militar. Son los que sueltan ripios sobre «mis indignados pechos de lesbiana», o «la calle torcida donde grité el nombre de mi madre».
Los escritores se ordenan siguiendo la misma pirámide que se aprecia en todas las áreas del talento y la creatividad humanos.
Los malos están en la base. Encima hay otro grupo, ligeramente más reducido pero abundante y acogedor: son los escritores aceptables, que también pueden estar en la plantilla del periódico local, en las estanterías de la librería del pueblo o en las lecturas poéticas a micrófono abierto. Es gente que ha llegado a entender que una cosa es que esté indignada una lesbiana y otra que sus pechos sean eso, pechos.
El tercer nivel es mucho más pequeño. Se trata de los escritores buenos de verdad. Encima (de ellos, de casi todos nosotros) están los Shakespeare, Faulkner, Yeats, Shaw y Eudora Welty: genios, accidentes divinos, personajes con un don que no podemos entender, y ya no digamos alcanzar. ¡Caray, si la mayoría de los genios no se entienden ni a sí mismos, y muchos viven fatal porque se han dado cuenta de que en el fondo sólo son fenómenos de circo con suerte, la versión intelectual de las modelos que, sin comerlo ni beberlo, nacen con los pómulos bien puestos y los pechos ajustados al canon de una época determinada!

(Del libro «Mientras escribo», publicado en el año 2000)

Mientras escribo

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Seguir siendo siempre

«Ulrica me invitó a su mesa. Me dijo que le gustaba salir a caminar sola.
Recordé una broma de Schopenhauer y contesté:
-A mí también. Podemos salir los dos. *» (Borges tuvo que meter, en el medio, la referencia erudita, para que no se confundiera su diálogo con uno escrito por Oscar Wilde, o sacado de una película de los hermanos Marx, o, dicho de otro modo, para seguir siendo Borges, siempre).

* «Del cuento «Ulrica», de Jorge Luis Borges, incluido en «El libro de arena».

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Algunos fragmentos

Por diversos motivos, reales o ficticios (afluencia de otras ocupaciones impostergables, falta de ideas, fatiga o, de modo más plausible, la mera vagancia) no tengo nada propio para publicar, salvo que una compilación de fragmentos – incluso una arbitraria, sin ningún tipo de eje aglutinante –  es una producción propia, aunque también propia de un vago y ratifica lo anterior. De cualquier modo, la ofrezco al interés de quien por aquí pase.

Unos gobiernan el mundo, otros son el mundo. Entre un millonario americano, con bienes en Inglaterra o Suiza, y el jefe socialista de la aldea hay sólo una diferencia de grado. Debajo de éstos estamos nosotros, los amorfos (…) el dramaturgo inadvertido William Shakespeare, el maestro de escuela John Milton, el vagabundo Dante Alighieri, el mozo de cuerda que me hizo ayer el recado, el barbero que me cuenta chistes, el camarero que acaba de hacerme la fraternidad de desearme una mejoría, porque sólo he bebido la mitad el vino

(Fernando Pessoa en Diario del desasosiego)

 Estamos ahora en el otoño de mi segundo año en París. Me enviaron aquí por una razón que todavía no he podido desentrañar. No tengo dinero, ni recursos, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo. Hace un año, hace seis meses, creía que era un artista. Ya no lo pienso, lo soy. Todo lo que era literatura se ha desprendido de mí. Ya no hay más libros que escribir, gracias a Dios.

(Henry Miller en Trópico de Cáncer)

En modo alguno había concedido a Nun el privilegio de seducirla. Fue ella quien de la noche a la mañana, tras resistir a semanas de asedio, lo llamó por teléfono y lo invitó a un hotel alojamiento por el mero placer de medir fuerzas con aquel cuerpo presuntuoso. La habitación que les tocó en suerte olía a sexo. Era imposible que persona alguna hubiera cometido allí la equivocación de amarse. La cama estaba adornada con ángeles de estuco que amenazaban caerse del dosel. Bajo los remiendos de las sábanas asomaba la humillante cubierta de plástico que protegía el colchón. A través de las ventanas disimuladas por terciopelos decrépitos se divisaban los monumentos funerarios de la Recoleta. Diana dispuso, en el momento de entrar, que apagaran la luz. Fue una revelación. Los cuerpos encajaban sin necesidad de explicaciones, entraban juntos en los mismos estremecimientos y salían hacia los mismos recuerdos.

(Tomas Eloy Martínez en La novela de Perón)

La dificultad es que no basta exactamente con vivir según una norma. De hecho consigues (a veces por los pelos, por los mismos pelos, pero en conjunto lo consigues) vivir según la norma. Tus impuestos están al día. Las facturas pagadas en su fecha. Nunca te mueves sin el carnet de identidad (¡y el bolsillito especial para la tarjeta VISA!…).

Sin embargo, no tienes amigos.

La norma es compleja, multiforme. Aparte de las horas de trabajo hay que hacer las compras, sacar dinero de los cajeros automáticos (donde tienes que esperar muy a menudo). Además, están los diferentes papeles que hay que hacer llegar a los organismos que rigen los diferentes aspectos de tu vida. Y encima puedes ponerte enfermo, lo cual conlleva gastos y nuevas formalidades.

No obstante, queda tiempo libre. ¿Qué hacer? ¿Cómo emplearlo? ¿Dedicarse a servir al prójimo? Pero, en el fondo, el prójimo apenas te interesa. ¿Escuchar discos? Era una solución, pero con el paso de los años tienes que aceptar que la música te emociona cada vez menos.

El bricolaje, en su más amplio sentido, puede ser una solución. Pero en realidad no hay nada que impida el regreso, cada vez más frecuente, de esos momentos en que tú absoluta soledad, la sensación de vacuidad universal, el presentimiento de que tu vida se acerca a un desastre doloroso y definitivo, se conjugan para hundirte en un estado de verdadero sufrimiento. Y, sin embargo, todavía no tienes ganas de morir.

 Has tenido una vida. Ha habido momentos en que tenías una vida. Cierto, ya no te acuerdas muy bien; pero hay fotografías que lo atestiguan. Probablemente era en la época de tu adolescencia, o poco después. ¡Que ganas de vivir tenías entonces! La existencia te parecía llena de posibilidades inéditas. Podías convertirte en cantante de variedades; o irte a Venezuela.

 Más sorprendente aun es que has tenido una infancia. Mira a un niño de siete años que juega con sus soldaditos en la alfombra del salón. Te pido que lo mires con atención. Desde el divorcio, ya no tiene padre. Ve bastante poco a su madre, que ocupa un puesto importante en una firma de cosméticos. Sin embargo juega los soldaditos, y parece que se toma esas representaciones del mundo y de la guerra con vivo interés.Ya le falta un poco de afecto, no hay duda; ¡pero cuanto parece interesarle el mundo!

 A ti también te intereso el mundo. Fue hace mucho tiempo;te pido que lo recuerdes. El campo de la norma ya no te bastaba; no podías seguir viviendo en el campo de la norma; por eso tuviste que entrar en el campo de batalla. Te pido que te remontes a ese preciso momento. Fue hace mucho tiempo, ¿no? Acuérdate: el agua estaba fría.

 Ahora estas lejos de la orilla: ¡ah, si, que lejos estas de la orilla! Durante mucho tiempo has creído en la existencia de otra orilla; ya no. Sin embargo sigues nadando, y con cada movimiento estas mas cerca de ahogarte. Te asfixias, te arden los pulmones. El agua te parece cada vez más fría, y sobre todo cada vez mas amarga. Ya no eres tan joven. Ahora vas a morir. No pasa nada. Estoy ahí. No voy a abandonarte. Sigue leyendo. Vuelve a acordarte, una vez más, de tu entrada en el campo de batalla.

 Las páginas que siguen constituyen una novela; es decir, una sucesión de anécdotas de las que yo soy el héroe. Esta elección autobiográfica no lo es en realidad: sea como sea, no tengo otra salida. Si no escribo lo que he visto sufriría igual; y quizás un poco más. Un poco solamente, insisto en esto. La escritura no alivia apenas. Describe, delimita. Introduce una sombra de coherencia, una idea de realismo. Uno sigue chapoteando en una niebla sangrienta, pero hay algunos puntos de referencia. El caos se queda a unos pocos metros. Pobre éxito, en realidad.

 ¡Que contraste con el poder absoluto, milagroso, de la lectura! Una vida entera leyendo habría colmado todos mis deseos; lo sabía ya a los siete años. La textura del mundo es dolorosa, inadecuada; no me parece modificable. De verdad, creo que toda una vida leyendo me habría sentado mejor. 

(Michel Houellebecq en Ampliación del campo de batalla)

 

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«Borges por Piglia»

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Algunas de las cosas que se pudieron ver en la primera emisión:

Un Ricardo Piglia que comienza diciendo que lo más lógico, en La Tv Pública, sería hablar de Jauretche y no de Borges y a la vez parece mimetizarse con ese destino alternativo. Se lo nota bastante tribunero, más belicoso que de costumbre. Entonces, los posmodernos son unos “tarados” (reduce sus argumentos al absurdo para mostrar que ni hace falta ponerse, con seriedad, a rebatirlos). Critica – con razón – un elogio contraproducente que Bioy Casares hace de la obra de su amigo en la antología de literatura fantástica que compusieron junto a Silvina Ocampo, pero omite, no podemos dudar de que a sabiendas, que Bioy deploró esas, sus propias palabras, en una reedición de la obra. Dice que el prólogo de “La invención de Morel”, escrito por Borges, es mejor que la novela; eso es, por lo menos, injusto. Todo para concluir en que Bioy es “un pavote”. Hay otras confrontaciones más veladas o atenuadas y del todo gratuitas (aunque ¿qué sería de la discusión literaria sin las confrontaciones gratuitas?): menciona a “nuestro admirado” David Viñas sólo para reprocharle su boutade de poner a Rodolfo Walsh por sobre el escritor del que trata el programa. Por último y como hace notar alguien en un comentario en Youtube, hay una chicana indirecta a César Aira (aquí el expositor debe ser más sutil, se trata de un escritor vivo, un coetáneo)  al ubicar su nombre lejos de Borges y cerca de otros.

Una buena reflexión sobre los escritores: no saben lo que quieren y pueden hacer pero sí lo que no quieren hacer.

«Borges no es un aerolito”. Me pareció una expresión muy simpática. Hacía mucho que no escuchaba la palabra “aerolito”

Con apoyo en una cita de Valéry, Piglia afirma que no se puede gobernar sin relatos o “fuerzas ficticias” y aclara que la ficción no es verdad ni mentira ya que escapa al ámbito de la verificación. De acuerdo, pero extrapolar esa cualidad de la ficción literaria a la política sin aplicar ningún matiz es peligroso. La veracidad del relato del Indec, pongamos, es verificable. Las estadísticas pueden ser manipuladas por diversas interpretaciones, pero hasta cierto punto. Puede argumentarse que hay “marcas” en la realidad, como en un texto, que nos indican cuales son los límites de la interpretación. Sobre esto ya se explayó Umberto Eco en un libro con ese nombre, «Los límites de la interpretación», y a propósito del final de “Pierre Menard, autor del Quijote”, que suponía que cualquier texto se podía leer de cualquier modo. Si un político, esté o no en el poder (pero es más peligroso si está en el poder, claro) hace una lectura delirante de la realidad, tarde o temprano van a llegar los problemas. Creer en la omnipotencia del discurso es, ya, un problema, y también, en algún punto, una actitud muy “posmo”.

Señala que una de las virtudes de Borges era dirigirse a su interlocutor como si a éste no le interesara otra cosa que la literatura. Rehuía las actitudes paternalistas. Le decía a alguien “Vio que Stevenson en su novela…” y no aclaraba que Stevenson era un autor escocés y bla bla bla. Luego Piglia nota que los suplementos culturales tienen la actitud opuesta de explicarlo todo, aun cuando se supone que suponen lectores interesados y con conocimientos literarios. Eso no pasa con el suplemento deportivo, que no recuerda una y otra vez qué es un off side o qué tipo de jugador es “el enganche”. Es un muy buen comentario. No obstante, y aquí voy a jugar al policía, cuando el mismo Piglia menciona a Philip K Dick siente que es necesario agregar: “El de Blade Runner”, y luego agrega sobre ese agregado: “Las películas nos ayudan”. Bueno, el “nos” es condescendiente, porque en todo caso la película ayudaría al público a saber quién es Philip Dick; Piglia muestra, desde el púlpito, saberlo bien.

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Tiene las agallas de decir lo que cualquier lector de Borges sabe: el Borges ciego no es ni la mitad del Borges que era capaz de leer y corregir sus textos, aunque siga siendo superior a muchos otros que adolecen de no ser Borges.

No queda claro qué inventa Borges y qué Macedonio Fernández. Acaso podemos pensar que en literatura (y acaso en todo arte) el inventor de algo es, en realidad, el mejor inventor de algo. Es decir, el que lleva a la perfección el invento.

Como siempre, los asistentes parecen reírse porque el expositor los invita, con su propia sonrisa o gesto cómplice, a reírse. Son como los que, contrariamente a Borges, levantan la cabeza para saber si el libro que están leyendo es bueno (la imagen es de Piglia).

Interesante la anécdota, cerca del final, sobre la “foto monstruosa” de Borges.

En fin, Ricardo Piglia es un muy buen crítico y ha leído muy bien a Borges. Por lo tanto, este programa de televisión es una grata noticia.

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Citadel (2012) y algunos apuntes sobre el horror social.

Hordas de zombies avanzando irreflexivamente en busca de alimento; fantasmas orientales mojados en aguas sucias y en busca de vengar ultrajes del pasado; el mameluco azul de Michael Myers; el suéter sucio, ajado, inadecuado de Freddy Krueger. Lejos estoy de ser el primero en percibir allí los signos de una clase.

En efecto, varios de estos (y otros) personajes admiten distintos niveles de lectura. El asesino de la máscara blanca – un lienzo diáfano, un espacio a llenar con la proyección de todos nuestros miedos – es imparable y siempre vuelve, no importa cuántas veces se crea matarlo. Es un mal absoluto, pero también exhibe rasgos que lo asimilan a un estrato social e histórico bien determinado, que siempre es “asesinado” y que siempre se reproduce (su reproducción es tan necesaria y cíclica como su muerte). Si el vampiro Drácula es un aristócrata decadente que se niega a morir y ansía la sangre del agente inmobiliario Jonathan Harker (que a su vez ansía la comisión que cobrará por venderle a Drácula), los zombies proletarios están vacíos de todo nombre o sustancia y su peligrosidad reside en que ya no son más que su hambre. De hecho, ya no saben lo que son ni si son algo; se reducen al vagar de un cuerpo movido por una pulsión exclusiva e irrefrenable.

También en casos como el de la familia que consigue alquilar una casa embrujada a bajo precio y termina pagando su ahorro en cuotas crecientes de miedo y desesperación, el dinero y su principal consecuencia, la desigualdad social, son el germen y la justificación del horror, aunque la clase media muchas veces sale airosa. No sucede lo mismo con los que son indeseables, por ejemplo, debido a trastornos mentales. En The Ring, Samara Morgan emerge del pozo de aguas sucias al que la han confinado cuando las paredes de un hospital psiquiátrico no pudieron hacerla lo suficientemente invisible para sus padres. Traspasa la pantalla de la televisión y ataca en la sala de estar, en el lugar donde el ciudadano de clase media se siente más cómodo e invulnerable;  donde se indigna con las trágicas noticias y luego las olvida al instante cuando cambia de canal para deleitarse con una sitcom. Samara es su odio, su resentimiento  y sus harapos. No hay manera de negociar con ella, ni servirá esta vez recurrir al control remoto.

Hace un tiempo vi la película irlandesa Citadel (2012). La esposa del protagonista sufre, durante los primeros minutos de la narración, un  brutal ataque por parte de unos menores encapuchados. Él debe quedarse con su hijo pequeño y cargar con su miedo a la vida, ya que el hecho le produce agorafobia. Conoce a una enfermera que quiere ayudarlo y a un cura que no sólo ha perdido la fe en Dios sino que, expandiendo y alejándose del cliché, no tiene tampoco ninguna fe para con el hombre y sólo cree en la violencia como medio para solucionar algunos problemas. En este caso, el problema son esos chicos, que poco a poco se revelan como algo diferente a chicos (la película juega con el folklore fantástico de su país). Son figuras nocturnas que deambulan por el edificio donde vivía el viudo antes de serlo. Los distingue la suciedad de su vestimenta y la podredumbre de su piel.

La metáfora Citadel es tan clara que da cierto pudor llamarla metáfora. ¿Cuál resulta ser el modo de combatir a esos “niños”?: ignorándolos, ya que es el miedo ajeno lo que los alimenta.

Cuando las diferencias en las condiciones materiales de vida, el modo de ver el mundo y la conservación de los cuerpos se vuelven infranqueables entre las personas y un grupo es marginado de una manera desmesurada, la  distancia se vuelve, digamos, metafísica. El otro deviene un alien nacido en nuestro mismo planeta.

Dicho de otro modo: cuando el cuerpo social expulsa a determinados miembros y los priva incluso de la más humillante de las condescendencias, cuando los ignora y los “reprime” de su vista, ellos retornan de su ostracismo en forma de síntoma, de cáncer, como agentes de la amenaza y el pánico. Se les ha dado fuerza quitándoles todo: son el mal en estado puro, porque así los consideramos y sólo les queda ese mal con que los investimos y que los constituye.

La familia, incluso la familia decadente de la actualidad, suele ser la célula social amenazada por los entes oscuros. En Citadel, no sólo matan a la esposa del protagonista sino que quieren robarle a su hijo. Poco importan la ideología y los aspectos particulares de esos ciudadanos específicos. Alguien tiene que pagar.

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Alta y baja cultura: divide y gozarás

Hace poco, hablando sobre algunos de los incontables problemas de la educación actual, alguien señaló, como era inevitable, el empobrecimiento del lenguaje de los adolescentes: su escaso caudal léxico, su rudimentaria sintaxis e incluso, en muchos casos y ya desde un punto de vista pragmático, la incapacidad de variar entre registros y adecuarse a la situación comunicativa.

Se me ocurrió pensar – porque todo lo demás que podía pensarse ya lo habíamos pensado todos allí, y muchas veces – que un joven incapaz de comprender y producir discursos complejos, sofisticados, cargaba con una doble carencia. No sólo estaría fuera del placer de la alta cultura (es decir, de la cultura en su acepción clásica, no antropológica; es decir, de la única cultura que nos hace mejores) sino que también perdería el goce de lo otro de esa alta cultura, el goce de lo bajo. (Aquí no hay ningún juicio moral, hablamos de alto y bajo en tanto complejo y simple).

Roland Barthes decía que el goce del lenguaje estaba en las múltiples voces y en los múltiples registros que podemos habitar, incluso dentro de un mismo texto (el discurso literario es el continente natural de esa polifonía). Del mismo modo, y a volver a pensar sobre esto me llevaron los comentarios de otro post, una persona culta puede leer el Ulises de Joyce y luego un comic de Batman, y estoy seguro de que ser capaz de leer a Joyce enriquecerá su lectura de Batman y la hará más gozosa. Y no porque realice una lectura “alta” de Batman (aunque puede elegir hacer eso, como hace un crítico cultural), sino por el saberse en los márgenes del arte.

Hace un tiempo Roberto Fontanarrosa habló sobre las “malas palabras” en el Congreso de la Lengua  celebrado en Rosario (1). Hay una insalvable contradicción en hablar del valor “terapéutico” de las malas palabras y defenderlas en un ámbito oficial, ya que ese valor terapéutico de las malas palabras reside precisamente en su no pertenencia al ámbito civilizado del lenguaje, es decir, al registro formal que circula en las academias y es de buen gusto usar en la mayoría de los intercambios cotidianos. La violencia de esas palabras surge de su inadecuación, son «desubicadas» en la mayoría de los contextos. Si pudieran usarse   sin riesgo y con unánime beneplácito por parte de los demás no serían lo que son. Las perdemos si las rescatamos su barbarie. (Esto ya pasa en algunos casos; la palabra boludo ha perdido contundencia, su eficacia como insulto es casi nula).

No quiero cargar contra Fontanarrosa, que cayó en algo de lo que no se puede escapar. Otro ejemplo: la Facultad de Letras de Buenos Aires impulsa la pluralidad de pensamiento y la desconfianza sobre toda verdad instituida pero a la vez legitima el pensamiento de un número limitado de autores e instituye sus propias verdades. Tampoco quiero ser sarcástico respecto a la facultad. Los profesores saben bien que su accionar constituye una paradoja y también que esa paradoja es insoluble, y sé que muchos plantean esto en el aula.

Lo mismo, creo, pasa con los géneros menores o populares. Alguna vez escribí un trabajo sobre El Eternauta, historieta argentina muy de moda últimamente debido a su reconversión en efigie política . Aquí copio la introducción, a la que le quité algunos párrafos y las notas al pie para mejorar su lectura como texto autónomo y que trata sobre estas cuestiones:

Entre 1986 y 1987, el circuito comercial del comic norteamericano fue sacudido por lo que muchos considerarían la irrupción del “Arte” (así, con mayúsculas) dentro del subestimado formato de las viñetas. La miniserie Watchmen, escrita por el inglés Alan Moore, presentaba una ucronía en donde Nixon era todavía el presidente norteamericano y la guerra nuclear con los rusos cada vez más inminente. Los superhéroes – creados especialmente para el comic, aunque varios remitían a personajes conocidos –  habían sido vetados por decreto. Sólo podían actuar los que trabajaban para el gobierno, como el caso de Dr. Manhattan, el único personaje de la historia con impresionantes superpoderes y que es la principal arma norteamericana ante la “amenaza roja”.

Restituyamos el contexto: Watchmen es publicado por la editorial DC comics, la misma que tiene la propiedad de Batman o Superman. Es una narración de una gran complejidad estructural y que tiene todos los componentes “adultos” que cabría esperar, por ejemplo, de una película de las llamadas “independientes”: desde escenas de sexo – uno de los héroes retirados sufre un fracaso sexual, pero recupera su potencia, en todo sentido, al volver a ponerse el traje y combatir a los delincuentes – hasta citas de Nietzsche o William Blake, entre otros. Hay un comic dentro del comic – como en Hamlet hay teatro dentro del teatro o en la segunda parte de El Quijote se habla de una segunda parte del primer libro; también vemos “insertados” un “documental” y partes de prosa corriente – artículos ficcionales. Los dibujos de Dave Gibbons, además de acompañar con solvencia el guion de Moore, tienen un marcado estilo cinematográfico. Se evitan las onomatopeyas y demás “infantilismos” típicos de la vertiente más industrial del género.

Con Watchmen comienza la era de las “novelas gráficas”, y el comic – aun el más comercial– empieza a reclamar para sí cierta legitimidad. Fue aclamada casi de manera unánime y recibió numerosos galardones, entre ellos el premio Hugo a la mejor obra de ciencia ficción de 1987. Dijimos de manera “casi” unánime porque nos interesa destacar una voz disidente: la del crítico inglés  Toom Shone, que escribe en la revista inglesa Slate un artículo titulado Luchando contra el mal, citando a Nietzsche: ¿necesitan los héroes crecer?. Las razones de Shone para atacar la influencia de Watchmen – más que al comic en sí – son discutibles, pero nos interesa más el título del artículo que el texto completo. Para ser más específicos, nos interesa lo que está implícito en la pregunta que lanza provocativamente al ruedo.

Aquí tampoco pondremos en cuestión las virtudes estéticas de Watchmen o la potencialidad de la historieta como género para enarbolarse en las filas del arte, pero la pregunta que haremos es similar a la de Shone: ¿Es necesario? Quizá lo más incómodo de la obra de Moore sea esa sensación de que durante gran parte del tiempo las viñetas parecen gritar “Mírenme, contemplen las técnicas vanguardistas que utilizo, las reflexiones intrincadas, metafísicas y metaficcionales de mis personajes, los nombres conspicuos que firman mis epígrafes, aquí estoy: soy una obra de arte genuina, tómenme en serio”. Y quizá Watchmen sea arte o apenas una obra kitsch bastante sofisticada, pero más allá de eso, parece apropiado citar al Joker que interpreta Jack Nicholson en Batman (Tim Burton, 1989) que, mirando fotos que retratan cadáveres de guerra, dice: “No sé si esto es arte, pero me gusta”. Es decir, la fuerza, el goce – en el sentido que le da Barthes: el goce como transgresión, como deleite ante la cultura estallando en mil pedazos– de los productos estéticamente “menores”, el goce de la repetición al leer ya no una novela policial de Raymond Chandler, sino una novela policial decididamente mala pero entretenida; ese goce que no excluye el sabor del pecado (en especial cuando el lector también accede a textos “altos”) funciona en tanto inmersión en una suerte de erotismo trash que podemos representarnos como un tacho de basura intelectual en el que lo sublime sólo existe como algo negado, caricaturizado y ridiculizado con una actitud realmente Dada. Si notamos que la estructura de La Ilíada y La Odisea no difiere demasiado de las películas «épicas» más banales de Hollywood y de la de muchos comics, podemos suponer por un rato, o durante toda la vida, que el arte es un producto para imbéciles, y que es mejor no tomárselo tan en serio.

Juan Sasturain, a propósito del Eternauta y en un artículo escrito cuando la visión sobre la historieta – y sobre todo producto “b”-  era otra, nos dice que cuando los géneros menores toman como referencia el canon oficial y muestran esas ansias desaforadas de “pertenecer” – como pasa con Watchmen – están de algún modo confirmando su inferioridad. Es decir, les sucede lo mismo que al «nuevo rico» que en busca de adaptarse a un ambiente «legítimamente» aristocrático, pongamos,  hace ostentación de símbolos de una cultura que en realidad no maneja, con lo que niega sus raíces y queda en ridículo, ignorante de que nunca será realmente aceptado. La pregunta, otra vez: ¿Es necesaria esa aceptación?

Ricardo Piglia dijo alguna vez que a Roberto Arlt la academia se había resignado a incluirlo en sus programas de estudio, pero aún con cierta condescendencia o hasta  oculto desdén. Para Piglia no sólo no hay necesidad de rectificar esta situación sino que la potencia de Arlt se mantiene precisamente porque todavía son sus lectores y no los críticos – aunque varios en verdad lo admiren, como el mismo Piglia – los que le confieren una legitimidad que, claro, es de otro orden (de todos modos, hay que decir que Arlt, como Poe y otros, seria un caso «híbrido») Nada peor para un rebelde que aceptarlo, es el modo más eficaz de destruirlo. No en vano Henry Miller se convirtió en un ermitaño y se llamó a silencio al verse devenido en autor “de culto”. Desde aquí nos atrevemos a vindicar la no aceptación de ciertos géneros y autores.

Imaginemos una exclusión contraria, escrita desde un (contra)canon “b”. Así podría finalizar su hipotético manifiesto:

“Queremos seguir gozando de y pervirtiéndonos con los cuentos de horror menos sutiles de Lovercraft, con los relatos más estereotipados de ciencia ficción, con las historietas más burdas. Queremos seguir haciendo todo eso sin la intromisión de intelectuales que vengan a entorpecerlo con sus intentos justificar el deslumbrante placer de los rayos láser o lo fascinante que resulta ver a un adulto usar una máscara y un traje para combatir criminales. No necesitamos esas justificaciones, ni tampoco sus análisis y mucho menos su bendición. Que algunos pobres se hagan ricos si es necesario, denle la dignidad estética que merezcan a Watchmen o El Eternauta, aunque quizá tenga el costo de  divertirnos un poco menos con ellos – pero bueno, de la obra de Moore podemos decir que se muere de ganas. Salvando estas excepciones, nos arrogamos el derecho de leer lo que queramos como queramos y en la total marginalidad; el derecho de de leer toda nuestra amada basura que – parafraseando al Joker – si fuera arte, no nos gustaría tanto.”

 

Este texto tiene un par de años. Agrego hoy: el relativismo cultural, tan complaciente y tan de moda, no sólo nos priva de referencias para saber dónde buscar grandes obras y dónde meros entretenimientos, también minimiza los placeres que podemos extraer del contacto con cada uno de estos tipos de texto y, en especial, del viaje “perverso” entre uno y otro.

Anular la regla es anular la transgresión; eliminar el canon literario es eliminar lo divertido y lo mejor y aun la razon de ser de su «contra-canon».  Como dijo Joaquin Sabina (y lo nombro para que vean que no soy tan mala persona y puedo citar a un cantante popular): «A mí me gusta que haya religiones porque me gusta pecar». En el caso de la cultura y la llamada cultura de masas, pecar y comulgar pueden ser prácticas vertiginosas siempre que estemos razonablemente bien preparados para ambas. Olvidar cualquiera de ellas, aunque en especial la primera, empobrece enormemente la vida.

(1)  En esa ocasión iba a hablar Juan José Saer, considerado por muchos el mejor prosista argentino desde Borges y sin dudas un escritor extraordinario, pero no pudo hacerlo. En su lugar vino Fontanarrosa con un discurso apto para todo público. No me gusta sonar como una señora indignada, pero este es un indicador de la situación cultural de nuestro país. Tiempo después, para la feria literaria de Frankfurt se eligieron los siguientes “ íconos” culturales para representar a  Argentina: Ernesto «Che» Guevara, Diego Maradona, Eva Perón, Carlos Gardel, , Mercedes Sosa, Jorge Luis Borges y Julio Cortázar. Salvo los dos últimos, el resto no tiene nada que hacer en un acontecimiento literario, más allá de lo bien o mal que nos caigan o su importancia dentro de sus respectivos campos de pertenencia.

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Saul Bellow

El premio Nobel de literatura corre el albur (para usar, con malicia, una expresión bellow herzogborgeana) de convertirse en una ceremonia tan abominable para los verdaderos aficionados a la literatura como supongo que deben serlo los habituales festejos navideños para los verdaderos religiosos; en una tradición como tantas otras, que persistirá sin molestar ni entusiasmar a nadie, y cuyo objetivo primordial – a saber, premiar la capacidad artística de un escritor – se habrá perdido para siempre. Quizá llegue el momento en que muchos de nosotros podamos jactarnos de no haber recibido un Nobel.

Sin embargo, hay algunos vencedores en su nómina que, incluso si se cumpliera esa distopía cultural, atestiguarían que, aunque más no sea por error o suerte, los suecos también supieron ungir de prestigio, reediciones y traducciones a gente que lo merecía. Uno de ellos es Saul Bellow, que recibió el premio en 1976.

Bellow murió hace poco, en 2005. Judio y estadounidense (aunque nacido en Canadá), es reconocido como un maestro por  Philip Roth y Martin Amis, entre otros. El amor, la decadencia física y moral y la extraña condición del intelectual son algunos de los temas de su interés. En  Herzog, en mi opinión su obra maestra (aunque me falta leer varias de sus novelas más celebradas) asistimos a la descomposición de una vida y a la lucha para evitar esa descomposición. Moses Herzog fue abandonado por su mujer en favor de su mejor amigo, con lo que cuenta su segundo divorcio. Como académico, nunca pudo ir más allá de unos inicios prometedores y su eficacia como padre es dudosa. Apenas encuentra consuelo en una amante argentina, Ramona, y escribe cartas enloquecidas a personas vivas y muertas, célebres y de su entorno. Cartas que, claro, jamás llegaran a destinatario alguno.

En manos no tan hábiles, los protagonistas de Bellow podrían caer con facilidad en la caricatura; el narrador acaso pecaría de crueldad o complacencia para con ellos y se mostraría demasiado severo con el mundo que los rodea. Sin embargo, Bellow es un humanista, y sus enloquecidos personajes siguen confiando en el poder de la razón y, por momentos, hasta parecen  “iluministas” de vieja estirpe, vale decir, ciudadanos que confían en el valor del diálogo y el pensamiento para mitigar (que ya no resolver, claro) las penurias de la especie humana. Es un alivio ver que no hay vicios de “posmodernidad” en Bellow, aunque sus criaturas y él mismo habiten nuestra época y no sean ajenas a la cosmovisión general. En su obra no hay relativismo barato ni noticias del apocalipsis, y su novelística es más bien clásica, no necesita de sobresaltos formales para cautivar.

Claro que para sus personajes las cosas son confusas, difíciles, y que “el absurdo” y “la nada” están allí, al acecho, pero precisamente por eso en muchas de las cartas de Herzog se discuten problemas éticos, cada vez más acuciantes en tanto ya no hay autoridad trascendente a la que recurrir. Hay una crítica a la civilización, pero que no deriva en el irracionalismo.

Hay un párrafo de la novela que bien puede referirse al modo en que la literatura de Bellow da testimonio del mundo. Es una reflexión del protagonista sobre una de las cartas que está redactando:

¡Debes estar loco para escribirle al times de ese modo! Hay millones de amargados tipos volterianos cuyas almas rebosan de sátira irritada y andan siempre buscando la palabra más afilada y venenosa. Eres tonto: deberías mandar un poema en vez de esas fantasías científicas.

Lo de “científicas” es irónico: en la carta que suscita su reflexión, Herzgog acaba de citar a De Tocqueville. Esto es mucho menos cool, evidentemente, que citar a Nietzche (a quien, de todos modos, también recurre varias veces) u otros filósofos más “dionisíacos”. Los aforismos crípticos y tremebundos son poderosos eslóganes publicitarios ante los que un filósofo argumentativo tiene poco que hacer en estos tiempos de impacto inmediato. La literatura de Bellow, a caballo de la narración y la caracterización de personajes, no teme elaborar ideas. Las conciencias de sus protagonistas – casi siempre intelectuales, en todo sentido –  se pliegan sobre sí mismas pero también salen al mundo y al encuentro con otras voces, y desde ese lugar enfrentan sus contradicciones e intentan seguir el consejo platónico de conocerse a uno mismo. Además, para un depresivo como Herzog, la reflexión sobre los problemas de la humanidad funciona como escape de sus asuntos personales, un antídoto para el “narcisismo posmo”, aunque al fin y al cabo todo se mezcle y pensar en la especie es otra manera de pensar en el individuo y viceversa.

Que estas apreciaciones no de una imagen errada de la obra del autor: Bellow tiene muchos momentos de ironía y hasta de humor. Además escribe novelas, no ensayos, por lo que dedica el espacio suficiente a contarnos una historia. No es, por el contrario, un francotirador de “comentarios mordaces”.  A mí me encanta leer, por ejemplo, a Michel Houellebecq, pero haber llegado a ser Saúl Bellow me parece harto más difícil que ser Houellebecq. Lo mismo sucede al momento de enfrentarse, como lector, a cada uno: Bellow no es pedante ni complica las cosas más de la cuenta, pero tampoco es complaciente con su interlocutor (su literatura apela a nuestra inteligencia, reclama nuestra reflexión),  y más de una vez – particularmente en el caso de Herzog, no tanto en otras novelas – nos faltarán conocimientos previos para entender del todo algunos pasajes, salvo que sepamos muchísimo de filosofía. Esto no impide, de ninguna manera, disfrutar de la lectura, porque Herzog y el resto de los héroes de Bellow son más que un cerebro andante: sucumben ante la sensualidad de las mujeres, se preocupan por la decadencia de su cuerpo, compran trajes, hacen estupideces, tienen miedo, odian, aman, se frustran, se enfurecen, lloran y a veces hasta ríen. Emoción y pensamiento son una misma cosa; la metáforas del corazón y el alma nos han hecho olvidar que, en verdad, todo sucede en el mismo sitio.

Hay párrafos geniales que unen humor, patetismo y reflexión:

“Por entonces, daba clases a los adultos en una escuela nocturna de Nueva York. En abril, se expresaba aún con bastante claridad pero, hacia fines de mayo, empezó a divagar. Los estudiantes tenían el convencimiento de que nunca aprenderían nada sobre las raíces del Romanticismo, pero estaban seguros de que, teniéndolo como profesor, verían y oirían muchas cosas raras. Uno tras otro, fueron desapareciendo los formalismos académicos. El profesor Herzog mostraba la inconsciente franqueza de un hombre profundamente preocupado. (…) Su rostro, que se le ponía muy pálido, reflejaba todo, absolutamente todo lo que ocurría en su mente. Razonaba, argumentaba, discutía consigo mismo y pensaba en un brillante dilema: se veía a sí mismo como un hombre de mentalidad muy estrecha y, a su vez, como un espíritu muy abierto (…)

(…) Se imaginaba a veces ser una industria que fabricaba historia personal, y se veía a sí mismo desde el nacimiento hasta la muerte. En un trozo de papel, reconoció: no puedo justificarme.”

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Más allá de Herzog, hay novelas breves del autor, por las que acaso convendría empezar: Ravelstein ,  La Verdadera o Carpe Diem (similar a Herzog  en varios aspectos, hoy en día difícil de conseguir en papel).

Espero que, con el paso de los años y a pesar del Nobel, Saul Bellow sea definitivamente reconocido como uno de los escritores más importantes del siglo XX.

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