Alta y baja cultura: divide y gozarás

Hace poco, hablando sobre algunos de los incontables problemas de la educación actual, alguien señaló, como era inevitable, el empobrecimiento del lenguaje de los adolescentes: su escaso caudal léxico, su rudimentaria sintaxis e incluso, en muchos casos y ya desde un punto de vista pragmático, la incapacidad de variar entre registros y adecuarse a la situación comunicativa.

Se me ocurrió pensar – porque todo lo demás que podía pensarse ya lo habíamos pensado todos allí, y muchas veces – que un joven incapaz de comprender y producir discursos complejos, sofisticados, cargaba con una doble carencia. No sólo estaría fuera del placer de la alta cultura (es decir, de la cultura en su acepción clásica, no antropológica; es decir, de la única cultura que nos hace mejores) sino que también perdería el goce de lo otro de esa alta cultura, el goce de lo bajo. (Aquí no hay ningún juicio moral, hablamos de alto y bajo en tanto complejo y simple).

Roland Barthes decía que el goce del lenguaje estaba en las múltiples voces y en los múltiples registros que podemos habitar, incluso dentro de un mismo texto (el discurso literario es el continente natural de esa polifonía). Del mismo modo, y a volver a pensar sobre esto me llevaron los comentarios de otro post, una persona culta puede leer el Ulises de Joyce y luego un comic de Batman, y estoy seguro de que ser capaz de leer a Joyce enriquecerá su lectura de Batman y la hará más gozosa. Y no porque realice una lectura “alta” de Batman (aunque puede elegir hacer eso, como hace un crítico cultural), sino por el saberse en los márgenes del arte.

Hace un tiempo Roberto Fontanarrosa habló sobre las “malas palabras” en el Congreso de la Lengua  celebrado en Rosario (1). Hay una insalvable contradicción en hablar del valor “terapéutico” de las malas palabras y defenderlas en un ámbito oficial, ya que ese valor terapéutico de las malas palabras reside precisamente en su no pertenencia al ámbito civilizado del lenguaje, es decir, al registro formal que circula en las academias y es de buen gusto usar en la mayoría de los intercambios cotidianos. La violencia de esas palabras surge de su inadecuación, son «desubicadas» en la mayoría de los contextos. Si pudieran usarse   sin riesgo y con unánime beneplácito por parte de los demás no serían lo que son. Las perdemos si las rescatamos su barbarie. (Esto ya pasa en algunos casos; la palabra boludo ha perdido contundencia, su eficacia como insulto es casi nula).

No quiero cargar contra Fontanarrosa, que cayó en algo de lo que no se puede escapar. Otro ejemplo: la Facultad de Letras de Buenos Aires impulsa la pluralidad de pensamiento y la desconfianza sobre toda verdad instituida pero a la vez legitima el pensamiento de un número limitado de autores e instituye sus propias verdades. Tampoco quiero ser sarcástico respecto a la facultad. Los profesores saben bien que su accionar constituye una paradoja y también que esa paradoja es insoluble, y sé que muchos plantean esto en el aula.

Lo mismo, creo, pasa con los géneros menores o populares. Alguna vez escribí un trabajo sobre El Eternauta, historieta argentina muy de moda últimamente debido a su reconversión en efigie política . Aquí copio la introducción, a la que le quité algunos párrafos y las notas al pie para mejorar su lectura como texto autónomo y que trata sobre estas cuestiones:

Entre 1986 y 1987, el circuito comercial del comic norteamericano fue sacudido por lo que muchos considerarían la irrupción del “Arte” (así, con mayúsculas) dentro del subestimado formato de las viñetas. La miniserie Watchmen, escrita por el inglés Alan Moore, presentaba una ucronía en donde Nixon era todavía el presidente norteamericano y la guerra nuclear con los rusos cada vez más inminente. Los superhéroes – creados especialmente para el comic, aunque varios remitían a personajes conocidos –  habían sido vetados por decreto. Sólo podían actuar los que trabajaban para el gobierno, como el caso de Dr. Manhattan, el único personaje de la historia con impresionantes superpoderes y que es la principal arma norteamericana ante la “amenaza roja”.

Restituyamos el contexto: Watchmen es publicado por la editorial DC comics, la misma que tiene la propiedad de Batman o Superman. Es una narración de una gran complejidad estructural y que tiene todos los componentes “adultos” que cabría esperar, por ejemplo, de una película de las llamadas “independientes”: desde escenas de sexo – uno de los héroes retirados sufre un fracaso sexual, pero recupera su potencia, en todo sentido, al volver a ponerse el traje y combatir a los delincuentes – hasta citas de Nietzsche o William Blake, entre otros. Hay un comic dentro del comic – como en Hamlet hay teatro dentro del teatro o en la segunda parte de El Quijote se habla de una segunda parte del primer libro; también vemos “insertados” un “documental” y partes de prosa corriente – artículos ficcionales. Los dibujos de Dave Gibbons, además de acompañar con solvencia el guion de Moore, tienen un marcado estilo cinematográfico. Se evitan las onomatopeyas y demás “infantilismos” típicos de la vertiente más industrial del género.

Con Watchmen comienza la era de las “novelas gráficas”, y el comic – aun el más comercial– empieza a reclamar para sí cierta legitimidad. Fue aclamada casi de manera unánime y recibió numerosos galardones, entre ellos el premio Hugo a la mejor obra de ciencia ficción de 1987. Dijimos de manera “casi” unánime porque nos interesa destacar una voz disidente: la del crítico inglés  Toom Shone, que escribe en la revista inglesa Slate un artículo titulado Luchando contra el mal, citando a Nietzsche: ¿necesitan los héroes crecer?. Las razones de Shone para atacar la influencia de Watchmen – más que al comic en sí – son discutibles, pero nos interesa más el título del artículo que el texto completo. Para ser más específicos, nos interesa lo que está implícito en la pregunta que lanza provocativamente al ruedo.

Aquí tampoco pondremos en cuestión las virtudes estéticas de Watchmen o la potencialidad de la historieta como género para enarbolarse en las filas del arte, pero la pregunta que haremos es similar a la de Shone: ¿Es necesario? Quizá lo más incómodo de la obra de Moore sea esa sensación de que durante gran parte del tiempo las viñetas parecen gritar “Mírenme, contemplen las técnicas vanguardistas que utilizo, las reflexiones intrincadas, metafísicas y metaficcionales de mis personajes, los nombres conspicuos que firman mis epígrafes, aquí estoy: soy una obra de arte genuina, tómenme en serio”. Y quizá Watchmen sea arte o apenas una obra kitsch bastante sofisticada, pero más allá de eso, parece apropiado citar al Joker que interpreta Jack Nicholson en Batman (Tim Burton, 1989) que, mirando fotos que retratan cadáveres de guerra, dice: “No sé si esto es arte, pero me gusta”. Es decir, la fuerza, el goce – en el sentido que le da Barthes: el goce como transgresión, como deleite ante la cultura estallando en mil pedazos– de los productos estéticamente “menores”, el goce de la repetición al leer ya no una novela policial de Raymond Chandler, sino una novela policial decididamente mala pero entretenida; ese goce que no excluye el sabor del pecado (en especial cuando el lector también accede a textos “altos”) funciona en tanto inmersión en una suerte de erotismo trash que podemos representarnos como un tacho de basura intelectual en el que lo sublime sólo existe como algo negado, caricaturizado y ridiculizado con una actitud realmente Dada. Si notamos que la estructura de La Ilíada y La Odisea no difiere demasiado de las películas «épicas» más banales de Hollywood y de la de muchos comics, podemos suponer por un rato, o durante toda la vida, que el arte es un producto para imbéciles, y que es mejor no tomárselo tan en serio.

Juan Sasturain, a propósito del Eternauta y en un artículo escrito cuando la visión sobre la historieta – y sobre todo producto “b”-  era otra, nos dice que cuando los géneros menores toman como referencia el canon oficial y muestran esas ansias desaforadas de “pertenecer” – como pasa con Watchmen – están de algún modo confirmando su inferioridad. Es decir, les sucede lo mismo que al «nuevo rico» que en busca de adaptarse a un ambiente «legítimamente» aristocrático, pongamos,  hace ostentación de símbolos de una cultura que en realidad no maneja, con lo que niega sus raíces y queda en ridículo, ignorante de que nunca será realmente aceptado. La pregunta, otra vez: ¿Es necesaria esa aceptación?

Ricardo Piglia dijo alguna vez que a Roberto Arlt la academia se había resignado a incluirlo en sus programas de estudio, pero aún con cierta condescendencia o hasta  oculto desdén. Para Piglia no sólo no hay necesidad de rectificar esta situación sino que la potencia de Arlt se mantiene precisamente porque todavía son sus lectores y no los críticos – aunque varios en verdad lo admiren, como el mismo Piglia – los que le confieren una legitimidad que, claro, es de otro orden (de todos modos, hay que decir que Arlt, como Poe y otros, seria un caso «híbrido») Nada peor para un rebelde que aceptarlo, es el modo más eficaz de destruirlo. No en vano Henry Miller se convirtió en un ermitaño y se llamó a silencio al verse devenido en autor “de culto”. Desde aquí nos atrevemos a vindicar la no aceptación de ciertos géneros y autores.

Imaginemos una exclusión contraria, escrita desde un (contra)canon “b”. Así podría finalizar su hipotético manifiesto:

“Queremos seguir gozando de y pervirtiéndonos con los cuentos de horror menos sutiles de Lovercraft, con los relatos más estereotipados de ciencia ficción, con las historietas más burdas. Queremos seguir haciendo todo eso sin la intromisión de intelectuales que vengan a entorpecerlo con sus intentos justificar el deslumbrante placer de los rayos láser o lo fascinante que resulta ver a un adulto usar una máscara y un traje para combatir criminales. No necesitamos esas justificaciones, ni tampoco sus análisis y mucho menos su bendición. Que algunos pobres se hagan ricos si es necesario, denle la dignidad estética que merezcan a Watchmen o El Eternauta, aunque quizá tenga el costo de  divertirnos un poco menos con ellos – pero bueno, de la obra de Moore podemos decir que se muere de ganas. Salvando estas excepciones, nos arrogamos el derecho de leer lo que queramos como queramos y en la total marginalidad; el derecho de de leer toda nuestra amada basura que – parafraseando al Joker – si fuera arte, no nos gustaría tanto.”

 

Este texto tiene un par de años. Agrego hoy: el relativismo cultural, tan complaciente y tan de moda, no sólo nos priva de referencias para saber dónde buscar grandes obras y dónde meros entretenimientos, también minimiza los placeres que podemos extraer del contacto con cada uno de estos tipos de texto y, en especial, del viaje “perverso” entre uno y otro.

Anular la regla es anular la transgresión; eliminar el canon literario es eliminar lo divertido y lo mejor y aun la razon de ser de su «contra-canon».  Como dijo Joaquin Sabina (y lo nombro para que vean que no soy tan mala persona y puedo citar a un cantante popular): «A mí me gusta que haya religiones porque me gusta pecar». En el caso de la cultura y la llamada cultura de masas, pecar y comulgar pueden ser prácticas vertiginosas siempre que estemos razonablemente bien preparados para ambas. Olvidar cualquiera de ellas, aunque en especial la primera, empobrece enormemente la vida.

(1)  En esa ocasión iba a hablar Juan José Saer, considerado por muchos el mejor prosista argentino desde Borges y sin dudas un escritor extraordinario, pero no pudo hacerlo. En su lugar vino Fontanarrosa con un discurso apto para todo público. No me gusta sonar como una señora indignada, pero este es un indicador de la situación cultural de nuestro país. Tiempo después, para la feria literaria de Frankfurt se eligieron los siguientes “ íconos” culturales para representar a  Argentina: Ernesto «Che» Guevara, Diego Maradona, Eva Perón, Carlos Gardel, , Mercedes Sosa, Jorge Luis Borges y Julio Cortázar. Salvo los dos últimos, el resto no tiene nada que hacer en un acontecimiento literario, más allá de lo bien o mal que nos caigan o su importancia dentro de sus respectivos campos de pertenencia.

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8 respuestas a Alta y baja cultura: divide y gozarás

  1. Leandro dijo:

    A mí realmente no me importa la «altura cultural» (vamos a decirlo así) de una obra cualquiera, lo único que me interesa es que me provoque algo. Cuando era adolescente escuchaba fervorosamente cierta música que hoy no puedo tolerar, no porque yo me haya superado, sino porque simplemente cambié, y escucho otra música de la misma calaña, culturalmente hablando. Yo creo que uno disfruta lo que entra a través de aquellas puertas que tenemos abiertas, y la mayoría de esas puertas son involuntarias, resultado de lo que uno fue encontrando al azar a lo largo del tiempo. Hay productos indiscutibles de la alta cultura que me son indiferentes, y productos de la baja cultura que me siguen produciendo algún tipo de excitación. Lo que diferencia para mí la alta cultura es el trabajo necesario para poder llegar al mismo tipo de goce que uno tiene, sin trabajo, con los productos de la baja cultura. El tema es que cuando uno agota ciertos estímulos tiene que ir en busca de otros, es inevitable.
    Me resulta interesante cuando hay una obra que puede ser leída a distintas alturas. Por ejemplo: «El nombre de la rosa», que ha tenido sin dudas una gran proyección popular, y tiene un trasfondo cultísimo que hasta puede sacarle saliva al más entendido en literatura medieval. Otro ejemplo que se me ocurre es la música del Cuchi Leguizamón, popular hasta el anonimato, aplaudido por los oídos más exigentes. Pero no necesariamente esto tiene que ver con los guiños intertextuales: se me ocurre que «obras» como Mafalda, el cine de Fabio, cierto jazz, cierto tango, llegan bien arriba y bien abajo sin tanto esfuerzo conciente para que así sea, sin «double coding». Lo hemos hablado estos días respecto al cine.
    Una última nota lateral, respecto a las malas palabras de Fontanarrosa: hay un viejo libro de Ariel Arango (Las malas palabras») que analiza desde la perspectiva psicoanalítica la representación y el fondo de esas palabras, me resultó muy interesante.

  2. La distinción en sí no tiene sentido, claro, así como en algunos casos se vuelve difusa y también existen esas obras casi milagrosas que, como vos decís, satisfacen lecturas con distintas intenciones y exigencias. Lo que sí creo (aunque acá puede que esté idealizando un poco) es que el grado de trabajo que requieren ciertas manifestaciones artísticas guarda cierta proporción con la calidad de la recompensa obtenida.
    Ahora, no tiene sentido hacer la distinción a la hora del disfrute y no lo tiene para vos o para mí, que de algún modo la damos por sentada y, en los casos “límite”, la mandamos al diablo salvo para discusiones ociosas, pero el relativismo es peligroso como criterio de las instituciones culturales. Susan Sontag escribió: “…si debo elegir entre The Doors y Dostoievski, entonces -naturalmente- elegiré Dostoievski. Pero ¿tengo que elegir?» Como criterio personal no podemos estar en desacuerdo, pero si uno da clases de literatura a chicos de secundaria (como es mi caso) y les dice que Rimbaud, Morrison y las letras de cumbia son modos equivalentes de expresar las emociones y todos nos enriquecen por igual, no solo está, además de ejerciendo la demagogia, colaborando con tantos otros discursos (en especial los mediáticos) para inhibir en ellos el deseo de explorar obras más complejas y que los ayudarán a desarrollar determinadas habilidades, sino que empobrecerá, al mismo tiempo, su experiencia con los productos culturales que se les ofrecen y que suelen frecuentar. Incluso dentro de la cultura pop, escuchar punk tiene otra fuerza y otro significado conociendo el rock progresivo. No es que se trate de hacer un análisis sobre como una cosa engendra a la otra etc., sino del mero contraste. La violencia se naturaliza si no tiene un “contra qué”, y solo queda lo rudimentario de la expresión: el mingitorio de Duchamp es sólo un mingitorio.
    Análogamente, quien elige una mala palabra antes que una ironía u otras salidas elegantes lo hace, pongamos, porque así puede “desahogarse” y ser más preciso para representar lo que siente, o incluso puede buscar un efecto estético o simplemente regodearse en esa violencia verbal (quizá no dirigida específicamente a nadie). En cambio, el que usa una mala palabra porque carece de otros recursos no logra nada, porque no tiene nada: ni el lenguaje “culto” (o socialmente aceptable, digamos, para no exagerar) ni ese lenguaje marginal, porque no hay un margen para el que no tiene centro ni hay perversión o brutalidad para el que no conoce ni la “normalidad” ni la “calma” del lenguaje. No hay poder en la expresión, sino impotencia.
    Voy a tener en cuenta el libro que me recomendás. Por otra parte, nunca leí un libro de ficción de Eco, sólo ensayos. Omisiones curiosas que simplemente suceden. Las puertas que (por el momento) están cerradas muchas veces son tan involuntarias como las abiertas.
    Para finalizar, creo que hoy la cultura de masas no es la misma que denostaba, por ejemplo, la Escuela de Frankfurt. El cable, con sus canales pagos y su capacidad de segmentación, que trae aparejada una menor presión para contentar a todo el mundo, permite que cada tanto haya cosas realmente muy buenas. Recuerdo la serie canadiense “La Femme Nikita”, basada en la película de Luc Besson – que nunca me pareció la gran cosa. Era un programa que no sólo no era complaciente con el espectador, sino que lo exponía a situaciones y dilemas bastante perturbadores. Uno miraba el funcionamiento del lugar donde trabajaban los agentes y podía ver el mundo empresarial, con todas sus miserias y crueldades. En fin, ejemplos hay varios.

    • Leandro dijo:

      Sí, totalmente de acuerdo con casi todo lo que escribiste. Sólo pongo un reparo, un matiz: la dificultad de una obra no sé si importa per se una felicidad mayor. En mi caso, yo diría «una felicidad necesaria», porque las obras se me agotan. La felicidad que me dio, pongamos, «Siddhartha» cuando empezaba a leer difícilmente la pueda recuperar hoy, y tengo que recurrir a otros libros. Encontrar un libro que me conmueva es muy difícil. A veces un libro lleva a otro más complejo, y así pasé de «More than human» a «The sound and the fury» y de ahí a «Ulysses», hice ese camino por la afinidad de esas obras, no decidí estudiar a Joyce, llegué de manera natural, y del «Ulysses» pasé a enfrascarme un largo tiempo en «Finnegans Wake». Te mentiría si afirmara que poder descrifrar trabajosamente una oración de ese último libro, después de largo tiempo, me dio más felicidad que aquella experiencia con Herman Hesse. O menos. No hablo de satisfacción, por supuesto, sino de «emoción estética», por llamarla de alguna manera. Sí te puedo decir que hoy por hoy, para mí, esos libros no son comparables, hoy no disfrutaría de Hesse, al igual que en aquella época cualquier libro de Joyce me hubiera sido ilegible. Como cualquier persona, tengo mis medidas, puedo agonizar a Joyce contra Hesse como los entiendo hoy, y puedo darle más mérito estético a uno que al otro. También podría decir que estoy listo a aplaudir a aquel artista que con una pincelada inspirada me sepa conmover sin que importe un trabajo consciente de mi parte, darme una felicidad primaria comparable a la visión de una mujer hermosa o al plumaje de un pájaro, que estoy listo para que un poeta con una combinación afortunada en un verso me importe un sentimiento distinto. El retruco es que hay un trabajo implícito previo en cada espectador, y no es sostenible escuchar punk toda la vida, y que para pasar a, digamos, The Police, se requiere algún tipo de refinación, y por más que las canciones suenen sencillas, tienen también una secreta complejidad que busca una secreta y correspondiente sofisticación en quien escucha, una preparación. El vale 4 es que uno probablemente pasa de aburrirse de repente con el punk a volver a divertirse esta vez con The Police, un cambio de mano. Por eso hablaba más de necesidad que de valoración.
      Como nota final, no soy un gran admirador de Umberto Eco novelista. Creo que sólo disfruté de una de sus novelas, «El péndulo de Foucault»; las otras me aburrieron (especialmente las que vinieron después) o no me resultaron tan buenas («El nombre de la rosa»). Le he echado la culpa a la traductora, y leerlas en italiano, a diferencia de los ensayos, excede mis limitaciones.

      • Sí, lo que no se puede es definir “complejidad” en este contexto. Muchos de mis versos preferidos son simples. “Sucede que me canso de ser hombre”, del poema “Walking Around” de Neruda, me conmueve sin artificio retórico o sintáctico alguno. Las piruetas verbales de Girondo, sin embargo, suelen dejarme frio. No obstante, muchas de las alternadas “piruetas” y simplezas de César Vallejo en Trilce son de mi mayor agrado. No hay mucho margen para razonarlo, a mí me pasa eso y a otro le pasará otra cosa, y ahí termina el asunto. Se puede pensar también que la complejidad la pone el lector, y que por eso un cuento de Hemingway o Carver y uno de Stephen King no son igual de simples aunque sean, digamos, igual de legibles (algo de esa “secreta complejidad” que mencionaste, aunque en este caso, por la circulación social de esos textos, ya los enfrentamos predispuestos a buscar un sentido más allá de “la punta del iceberg”).
        No obstante y planteado directamente, este tema es un callejón sin salida, por eso abordé la cuestión de alta y baja cultura desde un punto de vista oblicuo, que podría calificarse de pragmático. Es decir, como ciertas afirmaciones o conceptos se desarman con facilidad, preferí estructurar mi discurso como una suerte de recomendación: habría que sostener parcialmente esta diferencia porque así etc.
        A Pierre Bourdieu le preguntaron sobre el relativismo cultural y contestó que aceptar que podía haber algo fundado en la estratificación de los bienes culturales era hacer entrar por la ventana el platonismo que habían echado por la puerta. Para seguir siendo pragmático, yo diría que siempre se necesita algo de “platonismo”. Quiero decir, habría que sostener el mito del canon y las grandes obras, como quiere Harold Bloom, al menos durante la enseñanza. Después, cada quien verá lo que hace con eso (en general no hacen nada). Porque, en todo caso, si nos ponemos a “deconstruir”(para usar una palabra chanchera) todo, estamos en problemas. Quiero decir, lo bajo y lo alto y lo bueno y lo malo y el amor y el odio y lo que fuera se revelan arbitrarios, tanto como nuestra sensibilidad, y no sólo ante los libros o el arte. Mi resignada opinión es que conviene salvaguardar algunas mentiras útiles, que tampoco son mentiras sino invenciones, ficciones. Es un tema de supervivencia, si me disculpás el dramatismo. «Vivir es inventar”, decía Nietzsche. Tratemos de elegir las mejores invenciones mientras puedan sostenerse. Que nuestra moral sea una “construcción” no quiere decir que tengamos que permitirnos cualquier cosa. Acá pasa lo mismo.
        Para decirlo a lo Bloom, algunos “utopistas culturales” parecen querer matar a Shakespeare como revancha por no haber podido terminar con la dictadura del capital. No me parece un camino acertado. Y si hablamos de desmitificar, debería ser igual de dudoso que haya obras objetivamente superiores a otras que el que nos las haya.
        Obviamente, a nivel individual cada uno hace lo que se le antoja, empezando por el hecho de que la literatura no le importa a casi nadie. Los discursos relativistas legitiman esa indiferencia.
        A mí también me impactan realmente pocos libros. Llega un momento en el que uno no experimenta otra cosa que repeticiones de diversas tradiciones, con algunas variantes superficiales. De todos modos, y como sucede con las personas que conocemos, esta circunstancia hace especiales a esos pocos libros que sí nos emocionan. Ese “mini canon” personal que uno se llevaría a la tan mentada isla desierta.

  3. Acabo de escribir este comentario e inmediatamente, hablando de cruces (o al menos referencias) entre alta y baja cultura, me encuentro con esta imagen en facebook, jeje (ver el nombre del personaje). https://fbcdn-sphotos-b-a.akamaihd.net/hphotos-ak-ash3/945515_457704004314371_731669229_n.jpg

    • Leandro dijo:

      Me hizo pensar en Homero de los Simpson, aunque Matt Groening haya dicho que le puso el mismo nombre que tiene su propio padre. Pero, como decíamos antes, cada uno lee desde donde quiere, uno le pone la intertextualidad ahí donde le conviene, jeje.

  4. Isaac dijo:

    Hola, muy bueno el blog, aprovecho para pretuntarte ¿no sabés qué pasó con seikilos?

  5. No, ni idea la verdad…Una pena que ya no se pueda acceder a sus textos.

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